20 octubre, 2021

Leviatán

Algunos libros narran historias tan inspiradoras y emocionantes que se quedan para siempre en nuestra memoria, nos sugieren el camino a seguir y dan alas a nuestros sueños. La literatura y el diseño siempre han compartido el mismo designio: narrar historias capaces de dar sentido a la vida de la gente. En esta sorprendente conjunción, algunas empresas han tomado su nombre de obras literarias fascinantes. Los viajes de Gulliver, El conde de Montecristo, Alicia en el País de las Maravillas o la Ilíada han inspirado a emprendedores de todo el mundo, que han encontrado en sus territorios o en sus personajes el impulso que necesitaban para sus aventuras empresariales.

Tal vez la más fascinante de todas ellas sea Starbucks.

Fotografía de Abhinav Goswami en Pexels.

En 1971, los promotores de esta conocida cadena de cafeterías —Jerry Baldwin, Zev Siegl, y Gordon Bowker— necesitaban encontrar un nombre y una imagen que lograra seducir a los futuros clientes. Originalmente, la cadena se iba a llamar Cargo House, «lo que habría sido un terrible, terrible error», comentaba Gordon Bowker. El diseñador Terry Heckler —que era dueño de una agencia de publicidad con Bowker— mencionó entonces que creía que las palabras que comienzan con "ST" sonaban más poderosas. A partir de ahí, Bowker empezó a confeccionar una lista de palabras que empezaban con este prefijo.

Mientras el equipo intentaba encontrar un nombre, alguien sacó un viejo mapa minero de Mount Rainier and Nord Cascades, en el estado de Washington. El nombre de Starbos, un pequeño pueblo minero, llamó la atención de Bowker. Inmediatamente conectó la denominación de este asentamiento con Moby Dick y con el apellido del primer oficial del Pequod: Starbuck. Solamente faltaba añadir la "S" final para que resultara más conversacional.

¿Un afortunado salto creativo? Al igual que le pasaba a Herman Melville con su lista de ballenas inciertas, bautizadas con toda suerte de nombres exóticos, yo tampoco «puedo evitar sospechar que se trata de meros sonidos, llenos de leviatanismo, pero que no significan nada».

Sin embargo, Moby Dick es una poderosa historia sobre la obsesiva y autodestructiva persecución de un gran cachalote blanco que ha intrigado a lectores y críticos durante más de un siglo. Para muchos de ellos, la novela es una canción profética sobre la dificultad de ver y comprender la naturaleza profunda de las cosas. Como proclamaba el capitán Ahab en el alcázar del Pequod, «Todos los objetos visibles, hombre, no son más que máscaras de cartón piedra».

¿Y qué mejor mascarón de proa que el nombre del primer oficial del Pequod? Según el sitio web de la compañía, el nombre Starbucks «evoca la tradición marinera de los primeros comerciantes de café». Como explicaba Gordon Bowker, la versión cinematográfica de Moby Dick —dirigida por John Huston y protagonizada por Gregory Peck— tuvo una mayor influencia en el nombre que la obra literaria. En la película, el primer oficial del capitán Ahab está loco por el café, algo que no se menciona en la novela.

Si el nombre hacía referencia a una fascinante y poderosa historia oceánica, el logo debía estar a la altura. Explorando libros antiguos, Terry Hekcler encontró la imagen adecuada: una sirena de dos colas. «Es una metáfora del encanto de la cafeína, las sirenas que arrastraron a los marineros a las rocas», comentó el diseñador.

Starbucks original logo, 1971-1987.

He de reconocer que siempre me ha fascinado Moby Dick. Leí por primera vez, hace ya muchos años, una versión adpatada de la novela en la serie Clásicos Juveniles de Bruguera, un formato que alternaba una página de historieta cada tres de texto. Desde el primer momento me fascinó ver en las ilustraciones la fragilidad de nuestros navíos y artefactos frente a una criatura enorme, salvaje y poderosa. Los pobres esfuerzos de los humanos para poseer, controlar y dominar la naturaleza siempre evocan esa desconcertante mezcla de ternura, decepción y enojo que parece caracterizar a estos tiempos.

Hace unos días he vuelto a experimentar este mismo desconcierto al observar los trabajos de los bomberos para encauzar las coladas de lava del volcán de La Palma y salvar así las casas de Todoque. «Tenemos que intentarlo —comentaban—, pero no sabemos si servirá». Gracias al enorme esfuerzo conjunto de mucha gente no se han perdido vidas humanas, pero el Leviatán sigue su imparable avance hacia el mar.

Leviatán es una palabra que proviene del hebreo y que designa a un gigantesco monstruo marino, una serpiente o dragón que podía devorar naves enteras. La fascinación que siento por el Peine del Viento de Eduardo Chillida tiene que ver con este dragón. Desde que visité por primera vez este increíble lugar situado al final de la bahía de La Concha, no puedo evitar pensar que, bajo la plaza de Luis Peña Ganchegui, habita el Leviatán. Durante los fuertes temporales del otoño se escucha su poderosa respiración, que levanta surtidores de espuma y sal desde el granito del pavimento. Los hierros de Chillida no parecen entonces un peine, sino los restos retorcidos de los arpones y los garfios con que los humanos hemos intentado doblegar a las fuerzas de la naturaleza.

Fotografía de Lachlan Ross en Pexels.

Y, por supuesto, también elegí a un Leviatán como divisa de mi aventura profesional. SUGAAR es una deidad de la mitología vasca que no habita en el mar, sino en las profundidades de la tierra. Es descrita habitualmente como una gran serpiente o dragón que posee la habilidad de volar y la facultad de transformarse en hombre. El sacerdote y antropólogo José Miguel de Barandiarán —que fue mi profesor en la Universidad de Navarra— recoge en su Diccionario Mitológico esta fascinante historia: «En la región de Ataun se dice que SUGAAR atraviesa frecuentemente el firmamento en figura de una hoz o media luna de fuego. Su paso es presagio de alguna tempestad».

En otoño, las tempestades son siempre bienvenidas, limpian el ambiente y reinician la vida.

No hay comentarios: