La escritora Olga Tokarczuk recibía el Premio Nobel de Literatura de 2018 cuando el coronavirus empezaba a extenderse por la provincia de Wuhan. En su discurso de agradecimiento, Tokarczuk ofreció una lección sobre cómo afrontar la vida y tratar de mejorarla mediante un pequeño gesto humano que se encuentra casi arrinconado: la ternura. Partiendo de un emocionado recuerdo de un breve intercambio con su madre, defendía la necesidad de un "narrador tierno" que nos permita traer unidad y sentido a este mundo fragmentado.
Para esta novelista y activista polaca «la ternura es el arte de personificar, compartir sentimientos y, por lo tanto, descubrir similitudes». «La ternura —proseguía— es la forma más modesta de amor. Es una forma de mirar que muestra al mundo como vivo, interconectado, cooperando y codependiente de sí mismo».
En su libro Los errantes, nos regala este fascinante y delicioso relato:
RUTH
Después de la muerte de su mujer, un hombre confeccionó una lista de lugares que llevan el mismo nombre que ella: Ruth.
Encontró bastantes, no solo localidades sino también torrentes, asentamientos, colinas e incluso una isla. Dijo que lo hacía por ella y que le infundía ánimo la fe en que ella, de una u otra manera, seguía en este mundo, aunque solo fuera a través de su nombre. Y, además, que cuando se detenía al pie de una colina llamada Ruth, tenía la sensación de que su mujer no había muerto en absoluto, que seguía existiendo, solo que de otra manera.
El nombre construye la realidad. Nombres que gritamos a los cuatro vientos o nombres que susurramos en la oscuridad; nombres que designan o que titulan, que clasifican o que relacionan; nombres que amamos, que odiamos o que tememos, en ocasiones más aún que las personas o los objetos que representan.
Buscamos nombres en mapas y en carreteras solitarias, en listas académicas y electorales, en hospitales y en cementerios. También designamos cuando diseñamos un objeto o una marca. Como recordaba el pionero Yves Zimmermann, diseño y designio tienen la misma raíz verbal: la seña, el signo de una cosa, su aspecto propio, su esencia.
Alessandro Mendini creó el sacacorchos Anna G. como un "retrato de diseño". El nombre designa a una mujer real, la diseñadora Anna Gili, colaboradora durante mucho tiempo del atelier Mendini. Con este objeto, Mendini exploraba una antigua tradición que llevaba formas humanas a los utensilios de cocina. Y con ellas llegaba la palabra, el designio, el reconocimiento de su esencia. Desde entonces, el nombre, la silueta y el rostro de Anna G. se han convertido en una figura de culto.
Una enorme cantidad de objetos y de marcas han hecho del nombre no solamente una seña de identidad, sino un designio, un propósito, una visión. Otro de estos fascinantes objetos es Valentine, la máquina de escribir absoluta nacida del proyecto de Ettore Sottsass y Perry King para Olivetti hace más de 50 años. «El nombre Valentine es inglés, aunque no hay documentación escrita al respecto», explicaba Enrico Capellaro, empleado de Olivetti en Ivrea desde hace más de 40 años. «Hace unos meses Giorgio Colombo, fotógrafo que trabajaba en el estudio de Ettore Sottsass, me dijo que el nombre lo puso el propio diseñador, inspirándose en la canción "My funny Valentine" compuesta en 1937 para un musical y que luego se convirtió en una de las piezas de jazz más conocidas de la historia». La letra de la canción, interpretada a lo largo de los años por Miles Davis, Chet Baker, Ella Fitzgerald y Frank Sinatra, incluye este inspirador verso: «Yet you're my favorite work of art».
Como recordaba Fernando Beltrán, dar nombre es «dar el primer paso para conferir entidad a algo». La geometría tiene la misma tarea: hacer que exista, que pueda ser nombrado, que sea real. Ambos, la creación de un nombre y el diseño de un objeto, requieren descubrir narraciones, compartir sentimientos, rastrear resonancias, explorar analogías y metáforas, formular hipótesis... con respeto y sensibilidad. Ahora más que nunca necesitamos diseñar y designar desde el amor, desde la poesía, desde la ternura.
Olga Tokarczuk tiene razón. En este mundo fragmentado, irresponsable, competitivo y arrogante, necesitamos urgentemente diseñadores tiernos. «Es gracias a la ternura que la tetera comienza a hablar», comentaba.
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